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Tomado de la obra del MRE. Colección Fronteras. Caracas: 1981 Tomo No 6 Páginas 293-319
Departamento
de Estado.- No. 804
WASHINGTON, Julio
20 de 1895.
El Sr. Olney al Sr. Bayard.
Excmo.
Señor Thomas F, Bayard, etc., etc., etc., Londres.
Señor:
He
recibido orden del Presidente de comunicar á V. E. su opinión sobre un asunto
en el cual ha pensado con inquietud y del que no se ha formado un juicio sin
pleno conocimiento de su grave importancia, así como de la seria
responsabilidad que acarreará cualquier medida que haya de tomarse ahora.
No me propongo,
pues para el objeto actual no es necesario, hacer aquí una relación detallada
de la controversia pendiente entre la Gran Bretaña y Venezuela, referente á la
frontera occidental de la colonia de la Guayana Británica. La disputa data de
tiempo atrás y comenzó, cuando menos, en la época que la Gran Bretaña adquirió,
por el tratado celebrado con los Países Bajos en 1814, “…los establecimientos
de Demerara, Esequibo y Berbice…” Desde entonces hasta hoy la línea divisoria
entre estos “establecimientos” (hoy llamados Guayana Británica) y Venezuela no
ha dejado de ser materia de constante disputa.
Hay
que convenir en que las pretensiones de ambas partes son de carácter algo
indefinido. Por una parte ha declarado Venezuela en todas sus constituciones de
gobierno, desde que se hizo nación independiente, que sus límites territoriales
eran los mismos de la Capitanía General de Venezuela en 1810. Empero, “…por
moderación y prudencia…” según se dice, se ha contentado con reclamar la línea
del Esequibo - es decir, la línea del Río Esequibo-como el verdadero límite
entre Venezuela y la Gran Bretaña. Por otra parte, igual grado de vaguedad
distingue la pretensión de la Gran Bretaña.
No
parece comprobado, por ejemplo, que en 1814 los “…establecimientos…” adquiridos
entonces por la Gran Bretaña tuvieran límites occidentales claramente
definidos, que puedan ser identificados ahora, y que sean, ó los límites en que
se insiste hoy, ó los límites primitivos que hayan sido base de extensiones
territoriales legítimas. Por el contrario, hallándose en posesión efectiva de
un distrito llamado el Distrito del Pomarón, la Gran Bretaña permaneció en
apariencia indiferente respecto á la extensión exacta de la colonia hasta 1840,
en que comisionó á un ingeniero, Sir Robert Schomburgk, para que examinara y
fijara sus límites. El resultado fue que la línea de Schomburgk se fijó por
mensuras y por linderos, fue trazada en mapas, y al principio se indicó en el
terreno mismo con postes, monogramas y otros símbolos semejantes. Si se
esperaba que Venezuela había de consentir en esta línea, muy pronto se vio que
la esperanza era infundada. Venezuela protestó inmediatamente y con tanta
energía y eficacia, que se le explicó que la línea era simplemente una
tentativa-parte de un proyecto general de límites que interesaba al Brasil y á
los Países Bajos tanto como á Venezuela - y de orden expresa de Lord Aberdeen
fueron quitados los monumentos colocados por Schomburgk. En estas
circunstancias parece imposible considerar como de derecho la línea de
Schomburgk reclamada por la Gran Bretaña; ni de otro modo que como una línea
que tuvo su origen en razones de conveniencia y oportunidad. Desde 1840 ha
indicado la Gran Bretaña, de tiempo en tiempo, otras líneas de frontera, pero
todas ellas como líneas convencionales, para las cuales se ha solicitado el
consentimiento de Venezuela, pero que en ningún caso, según se cree, han sido
reclamadas como un derecho. Así, ninguna de las partes sostiene hoy la línea
limítrofe de estricto derecho, pues la Gran Bretaña no ha formulado
absolutamente semejante pretensión, al paso que Venezuela no insiste en la del
Esequibo, sino como una liberal concesión que hace á su antagonista.
Hay
que estudiar brevemente otros puntos de la situación, á saber, el continuo
desarrollo de la pretensión indefinida de la Gran Bretaña; el resultado de las
varias tentativas de arbitramento que se han hecho durante la controversia, y
la parte que han tomado hasta ahora los Estados Unidos en la cuestión. Como se
ha visto ya, la exploración de la línea de Schomburgk en 1840 fue seguida inmediatamente
de una protesta por parte de Venezuela, y por parte de la Gran Bretaña de una
conducta que podría interpretarse con justicia como la desaprobación de aquella
línea. En efecto, además de las circunstancias ya anotadas, el mismo Lord
Aberdeen propuso en 1844 una línea que comenzara en el Río Moroco, lo que era
un abandono evidente de la línea de Schomburgk. No obstante esto, cada
alteración de las pretensiones británicas, de entonces acá, ha avanzado la
frontera de la Guayana Británica más y más hacia el Oeste de la línea propuesta
por Lord Aberdeen. La línea de
Granville, de 1881, fijaba el punto de partida á veinte y nueve millas del
Moroco, en dirección de Punta de Barima. La línea de Rosebery, de 1886, lo
fijaba al Oeste del río Guaima, y para aquella época, si ha de tenerse fe en la
autoridad británica conocida con el nombre de “The Statesman’s Year Book,” el área de la Guayana Británica fue
súbitamente aumentada en cerca de 33,000 millas cuadradas, pues figura como de
76,000 millas cuadradas en 1885, y 109,000 millas cuadradas en 1887. La línea
de Salisbury, de 1890, señalaba el punto de partida de la línea en la boca del
Amacuro, al oeste de Punta Barima, en el Orinoco. Finalmente, en 1893, una
segunda línea de Rosebery llevó el límite desde un punto al oeste del Amacuro
hasta el nacimiento del río Cumano y la Sierra de Usupamo. Las varias
pretensiones arriba enumeradas no han sido hechas únicamente en papel. Cada una
de estas pretensiones ha sido acompañada, ó seguida inmediatamente, del
ejercicio de mayor ó menor jurisdicción, lo cual ha sido tanto más irritante ó
injustificable, cuanto que, como se alega en 1850 se celebró un convenio que
obligaba á ambas partes á abstenerse de la ocupación del territorio, mientras
no se hubiera arreglado la disputa.
A
medida que han ido desarrollándose las pretensiones británicas de la manera
arriba descrita, Venezuela ha ido haciendo serios y repetidos esfuerzos por
obtener un arreglo de la cuestión de límites. A la verdad, teniendo en cuenta
las perturbaciones de una guerra de independencia y de las frecuentes
revoluciones internas, puede muy bien decirse que Venezuela no ha dejado jamás
de esforzarse por obtener un arreglo. Naturalmente ella sólo podía hacer eso
por medios pacíficos, pues todo recurso á la fuerza contra su poderoso
adversario estaba fuera de cuestión. En consecuencia, poco después de haberse
trazado la línea de Schomburgk, se hizo un esfuerzo por arreglar la frontera
por medio de un tratado, y parecía que habría de llegarse á un resultado
satisfactorio, cuando en 1844 puso fin á las negociaciones la muerte del
plenipotenciario venezolano.
En
1848 entró Venezuela en un período de guerras civiles que duró más de un cuarto
de siglo, y las negociaciones que fueron interrumpidas en 1844 no se reanudaron
hasta 1876. En este año propuso Venezuela terminar la cuestión, aceptando la
línea del Moroco propuesta por Lord Aberden. Pero Lord Granville, sin dar
ninguna razón para ello, rechazó la proposición é indicó una nueva línea, que
abarcaba un gran trecho de territorio al cual parecía, con la proposición de
Lord Aberdeen, que se había abandonado toda pretensión. Venezuela se negó á
aceptar, y continuaron las negociaciones sin resultado hasta 1882, en que ésta
se convenció de que el único recurso que le quedaba era el arbitramento de la
controversia. Pero antes de que ésta hiciera ninguna proposición definida, tomó
la Gran Bretaña la iniciativa proponiendo la celebración de un tratado en el
cual se arreglaran varias otras cuestiones, además de la de los límites en
disputa. El resultado fue que se convino prácticamente en 1886 con el gobierno de
Gladstone en un tratado, que contenía una cláusula general de arbitramento, por
la cual las partes habrían podido someter la disputa de límites á la decisión
de una tercera potencia, ó de varias potencias amigas de ambas.
Sin
embargo, antes de firmarse el tratado, fue sustituida la administración de
Gladstone por la de Lord Salisbury, la cual se negó á aceptar la cláusula de
arbitramento del tratado, no obstante las justas esperanzas de Venezuela, que
se fundaban en la declaración enfática hecha por el Primer Ministro ante la
Cámara de los Lores, de que ningún gobierno serio podía pensar en no respetar
los compromisos de su predecesor. Desde entonces Venezuela, por una parte, ha
estado ofreciendo y pidiendo el arbitramento, mientras que, por la otra, la Gran
Bretaña ha contestado insistiendo en la condición de que todo arbitramento debe
referirse únicamente á la porción del territorio en disputa, que está situada
al oeste de una línea designada por ella misma. Como esta condición parecía
inadmisible á Venezuela, y como, durante las gestiones, Inglaterra continuaba
apoderándose de territorios tenidos como venezolanos, Venezuela en 1887
suspendió las relaciones diplomáticas con la Gran Bretaña, protestando “…ante
del Gobierno de Su Majestad Británica, ante todas las naciones civilizadas y
ante el mundo en general, contra los actos de expoliación cometidos en
perjuicio suyo por el Gobierno de la Gran Bretaña, que ella en ninguna época y
por ninguna consideración reconocerá como capaces de alterar en lo más mínimo
los derechos que ha heredado de España, y respecto de los cuales siempre estará
dispuesta á someterse á la decisión de una tercera potencia...”
No
se han restablecido aún las relaciones diplomáticas, bien que las nuevas y
flagrantes agresiones británicas que se alegan obligaron á Venezuela á reanudar
las gestiones sobre la cuestión de límites-en 1890, por medio de su Ministro en
París y Enviado especial para el caso, y en 1893, por medio de un Agente
confidencial, el Señor Michelena. Estas gestiones corrieron sin embargo la
misma suerte que las anteriores. La Gran Bretaña se negó á arbitrar, excepto el
territorio situado al oeste de una línea arbitraria trazada por ella misma. Toda tentativa con este objeto cesó
en Octubre de 1893, que el Señor Michelena dirigió al Ministerio de Relaciones
Exteriores (Foreign Office) la
siguiente declaración:
“…Cumplo
con el más estricto deber al levantar otra vez, en nombre del Gobierno de
Venezuela, la más solemne protesta contra los procederes de la Colonia de la
Guayana Británica, que constituyen una invasión del territorio de la República,
y contra la declaración contenida en la comunicación de V. E., de que el
Gobierno de S. M. B. considera aquella parte del territorio como perteneciente
á la Guayana Británica y no admite reclamo alguno á ella por parte de
Venezuela. Para apoyar esta protesta reproduzco todos los argumentos
presentados á V. E. en mi nota de 20 de setiembre próximo pasado, y los que han
sido presentados por el Gobierno de Venezuela en las distintas ocasiones en que
he levando la misma protesta…”
“…Dejo
al Gobierno de S. M. B. toda la responsabilidad de los incidentes que puedan
sobrevenir en el porvenir, por la necesidad en que se coloca á Venezuela de
oponerse por todos los medios posibles al despojo de una parte de su
territorio, pues desdeñando su justa solicitud de poner fin á este violento
estado de cosas por medio de la decisión de un árbitro, el Gobierno de S. M.
desconoce sus derechos y le impone el doloroso aunque perentorio deber de
proveer á su propia legítima defensa…”
Los
Estados Unidos no han mirado, ni dada su política tradicional, podían mirar con
indiferencia la controversia territorial entre la Gran Bretaña y la República
de Venezuela. La nota dirigida al Ministerio de Relaciones Exteriores
Británico, en que Venezuela inició las gestiones en 1876, fue inmediatamente
comunicada á este Gobierno. En enero de 1881, el Señor Evarts, á la sazón
Secretario de Estado, contestó una nota del Ministro de Venezuela en
Washington, referente á ciertas demostraciones en la boca del Orinoco, en los
términos siguientes:
“…En
contestación tengo que informar á Ud. Que, dado el profundo interés del
Gobierno de los Estados Unidos en todo asunto que se relacione á tentativas de
invasión, por parte de las naciones extranjeras, del territorio de cualquiera
de las Repúblicas de este continente, no podría este Gobierno ver con
indiferencia que Inglaterra adquiriese por la fuerza dicho territorio, si es
que la misión de los buques que se hallan actualmente en la boca del Orinoco
tiene este fin. Este Gobierno aguarda, por tanto, con natural ansiedad, los
informes más detallados que ha prometido el Gobierno de Venezuela y que espera
no tardarán mucho en venir...”
En
febrero siguiente escribió otra vez el Señor Evarts sobre el mismo asunto:
“…Refiriéndome
á su nota de 21 de diciembre último, relativa á las operaciones de ciertos
buques de guerra británicos que se encuentran en la boca del Río Orinoco ó
cerca de ella; y á mi contestación fechada el 31 del mes pasado, así como á las
recientes ocasiones en que en nuestras conferencias relativas al objeto de la
misión de Ud. se ha mencionado el asunto, considero conveniente ahora que estoy
próximo á separarme de cargo que ejerzo, aludir al interés con que el Gobierno
de los Estados Unidos no puede dejar de ver las intenciones que se atribuyen al
Gobierno de la Gran Bretaña respecto del dominio de un territorio americano,
y expresar cuánto siento el no haber recibido los nuevos informes referentes á
dichas intenciones que me prometía Ud. En su nota en tiempo para poder darles
la atención que, no obstante le exceso de trabajo consiguiente al término de un
período administrativo habría tenido gusto en darles. No dudo, sin embargo, que
las manifestaciones que Ud. haga en cumplimiento de las nuevas órdenes que
reciba de su Gobierno, merecerán la misma seria y solicita consideración á
manos de mi sucesor…”
En
noviembre de 1882 el Presidente de Venezuela comunicó al Secretario de Estado
la situación en que se hallaban entonces las gestiones con la Gran Bretaña, y
envió copia de una nota que se tenía la intención de escribir, proponiendo recurrir
al arbitramento; manifestaba la esperanza de que los Estados Unidos le dieran
su opinión y su consejo, así como la asistencia que juzgaran conveniente dar á
Venezuela con el fin de obtener que se le hiciera justicia. El Señor
Frelinghuysen contestó en una nota dirigida al Ministro de los Estados Unidos
en Caracas en los términos siguientes:
“…Este
Gobierno ha expresado ya la opinión de que el arbitramento de semejantes
disputas es un recurso conveniente, en caso de que no se llegue á un mutuo
arreglo, y se ha mostrado dispuesto á proponer á la Gran Bretaña este método de
arreglo, en caso de que Venezuela así lo deseara. Este Gobierno piensa que el
ofrecimiento de sus buenos oficios no sería tan provechoso, si los Estados
Unidos se dirigieran á la Gran Bretaña abogando por una solución prejuzgada a
favor de Venezuela. El Gobierno cree que para aconsejar y ayudar á Venezuela, los
Estados Unidos deben limitarse á renovar su proposición de arbitramento y el
ofrecimiento de sus buenos oficios en este sentido. Esta proposición es tanto
más fácil de hacer cuanto que, según resulta de las instrucciones enviadas el
mismo día 15 de julio de 1882 por el Señor Seijas al Ministro de Venezuela en
Londres, el Presidente de Venezuela ha propuesto al Gobierno Británico que se
someta la disputa al arbitramento de una tercera potencia…”
“…Usted
se servirá aprovechar la primera ocasión que se le presente para someter las
consideraciones que anteceden al Señor Seijas, diciéndole que aunque el
Gobierno de los Estados Unidos confía en que la proposición de arbitramento
hecha directamente al Gobierno Británico tenga un resultado favorable (si es
que no lo ha tenido ya, por su aceptación en principio), prestará gustoso su
ayuda para insistir de una manera amistosa con el Gobierno Británico en que
acepte la proposición que le ha sido hecha; al mismo tiempo dirá Ud. al señor
Seijas (en conferencia personal y no con la formalidad de una comunicación
escrita) que los Estados Unidos, al abogar enérgicamente porque se recurra al
arbitramento para arreglar las disputas internacionales que interesan á los
estados de la América, no tratan de ofrecerse como su árbitro; que, considerando
todas estas cuestiones con imparcialidad y sin intención ó deseo de adelantar
juicio sobre sus méritos, ellos no negarán su arbitramento si se lo pidieren
ambas partes, y que, considerando todas estas cuestiones como esencial y
exclusivamente americanas, los Estados Unidos siempre preferirían ver
semejantes controversias arregladas por el arbitramento de un potencia
americana, más bien que de una potencia europea…”
En
1884 el General Guzmán Blanco, Ministro de Venezuela en Inglaterra, nombrado
especialmente para atender á las gestiones pendientes para la celebración de un
tratado general con la Gran Bretaña, estuvo en Washington de paso para Londres,
y después de varias conferencias con el Secretario de Estado relativas al
objeto de su misión, fue recomendado, en los términos siguientes, á los buenos
oficios del Señor Lowell, nuestro ministro en St. James:
“…Necesariamente
á la discreción de Ud. quedará el juzgar hasta qué punto puedan ser provechosos
sus buenos oficios cerca del Gobierno de Su Majestad para este objeto. En todo
caso, Usted aprovechará la ocasión conveniente para hacer saber á Lord
Granville que nosotros no dejamos de interesarnos en cualquier asunto, que
pueda afectar los intereses de una República hermana del continente americano, y
su situación en la familia de las naciones…”
“…En
caso de que el General Guzmán Blanco se dirija á Usted en solicitud de consejos
y ayuda para realizar los fines de su misión, Usted le demostrará la debida
consideración, y sin comprometer á los Estados Unidos á ninguna solución
política determinada, se esforzará por poner en práctica la mente de esta
comunicación…”
Este
Gobierno no dejó de observar el progreso de las gestiones del General Guzmán
Blanco, y en diciembre de 1886, con el fin de impedir la ruptura de las
relaciones diplomáticas - las cuales fueron en efecto rotas en el mes de
febrero siguiente- el señor Bayard, á la sazón Secretario de Estado, dio á
nuestro Ministro en la Gran Bretaña orden de ofrecer el arbitramento de los
Estados Unidos en los términos siguientes:
“…No
parece que hasta ahora se hayan ofrecido los buenos oficios de este Gobierno
para evitar el rompimiento entre la Gran Bretaña y Venezuela. Como indiqué á
Usted en mi nota No. 58, nuestra inacción en este respecto parece que se debía
á la repugnancia que tenía Venezuela á que el Gobierno de los Estados Unidos
diera ningún paso que se relacionara con la acción del Gobierno Británico y que
pudiera, aun aparentemente, perjudicar el recurso de arbitramento ó mediación
que Venezuela deseaba. Sin embargo, los expedientes en el archivo testifican
plenamente nuestro amistoso interés por el arreglo de la disputa; y los
informes recibidos ahora justifican el que, por conducto de Usted, ofrezca al
Gobierno de Su Majestad los buenos oficios de los Estados Unidos para promover
un arreglo amigable de las pretensiones respectivas de la Gran Bretaña y
Venezuela en este asunto...”
“…Como
prueba de la imparcialidad con que miramos la cuestión, ofrecemos nuestro
arbitramento, si fuere aceptable, para ambas naciones. No titubeamos en hacer
esto, porque la disputa gira sobre hechos históricos, sencillos y fáciles de
averiguar…”
“…El
Gobierno de Su Majestad comprenderá fácilmente que esta actitud de amistosa
neutralidad y de entera imparcialidad tocante á los méritos de una
controversia, que consiste únicamente en una diferencia de hechos entre
nuestros amigos y vecinos, es enteramente compatible con el sentimiento de la
responsabilidad que toca á los Estados Unidos en lo que se relaciona con las
Repúblicas Sur-Americanas. Las doctrinas que enunciamos hace dos generaciones,
á instancia del Gobierno Británico y con su apoyo moral y su aprobación, no han
perdido con el tiempo nada de su vigor ó importancia, y los Gobiernos de la
Gran Bretaña y de los Estados Unidos están igualmente interesados en mantener
una situación cuya prudencia ha sido demostrada por la experiencia de más de
medio siglo…”
“…Es
conveniente, por tanto, que Usted exprese á Lord Iddesleigh, en los términos
más prudentes que su buen juicio le inspire, la satisfacción que recibirá el
Gobierno de los Estados Unidos al ver que sus deseos en este particular han
influido sobre el Gobierno de Su Majestad…”
Este
ofrecimiento de mediación fue rechazado por la Gran Bretaña, con la declaración
de que ha había recibido igual ofrecimiento por otro lado, y que el Gobierno de
la Reina conservaba aún la esperanza de llegar á un arreglo por medio de
gestiones diplomáticas directas. Habiendo sido informado, en febrero de 1888,
de que el Gobernador de la Guayana Británica había reclamado el territorio que
debía atravesar la línea de un ferrocarril proyectado entre Ciudad bolívar y
Guasipati, dirigió el señor Bayard una nota á nuestro Ministro en Inglaterra,
de la cual extracto lo siguiente:
“…La
reclamación que, se dice ahora, han hecho las autoridades de la Guayana
Británica, de necesariamente origen á una grave inquietud, y al temor de que la
pretensión territorial no se conforme á las tradiciones históricas ni á las
pruebas, sino que es aparentemente indefinida. Hasta ahora no parece que en
ninguna época el distrito, del cual es centro Guasipati, haya sido reclamado
como territorio británico, ni que se haya ejercido jamás jurisdicción británica
sobre sus habitantes; y si el supuesto decreto del Gobernador de la Guayana
Británica es verdadero, no se comprende cómo una línea de ferrocarril entre
Ciudad Bolívar y Guasipati pueda penetrar en ó atravesar territorio que se
halle bajo el dominio de la Gran Bretaña…”
“…En
verdad la línea que reclama la Gran Bretaña como límite occidental de la
Guayana Británica es incierta y vaga. Basta examinar la Lista del Departamento
de las Colonias Británicas, de algunos años atrás, para advertirlo. En la
edición de 1877, por ejemplo, corre la línea casi hacia el Sur desde la boca del
Amacuro hasta la confluencia de los ríos Cotinga y Takutu. En la edición de
1887, diez años después, da una gran vuelta hacia el Oeste, siguiendo el
Yuruari. Guasipati está situado á considerable distancia al oeste de la línea
que se reclama oficialmente en 1887, y quizás sea instructivo el compararla con
el mapa que indudablemente se hallará en la Lista del Departamento Colonial del
presente año...”
“…Sería
conveniente que expresara Ud. de nuevo á Lord Salisbury la gran satisfacción
que recibiría este Gobierno en ver que la disputa con Venezuela se arreglara
amistosa y honorablemente por medio del arbitramento, ó bien de otra manera, y
nuestra disposición á hacer lo que convenientemente podamos para contribuir á
este resultado…”
“…En
el curso de su conversación puede Ud. referirse á la publicación hecha en el Financier de Londres de 24 de enero (del
cual puede Ud. procurarse un ejemplar y mostrarlo á Lord Salisbury) y expresar
el temor de que el ensanchamiento de las pretensiones de la Gran Bretaña á poseer
territorios, sobre los cuales la jurisdicción de Venezuela jamás ha sido
discutida, disminuya las probabilidades de un arreglo práctico…”
“…Si
resultare, en realidad, que no hay límite fijo á las pretensiones británicas
respecto á la frontera, no sólo quedaría sin efecto nuestra buena disposición á
contribuir á un arreglo, sino que necesariamente daría lugar á un sentimiento
de grave inquietud…”
Habiéndose
recibido noticia en 1889 de que Barima, situado en la boca del Orinoco, había
sido declarado puerto británico, el Señor Blaine, á la sazón Secretario de
Estado, autorizó al Señor White á celebrar una conferencia con Lord Salisbury,
tendente á la restauración de las relaciones diplomáticas entre la Gran Bretaña
y Venezuela, sobre la base del restablecimiento temporal del statu quo, y el 1º. De mayo y el 6 de
mayo de 1890 envió los siguientes telegramas al Señor Lincoln, nuestro Ministro
en Inglaterra (mayo 1º. de 1890):
“…El
Señor Lincoln empleará sus buenos oficios cerca de Lord Salisbury á fin de lograr
el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre la Gran Bretaña y
Venezuela, como paso preliminar para el arreglo de la disputa sobre límites por
medio del arbitramento. Las proposiciones de la Gran Bretaña y de los Estados
Unidos hechas conjuntamente á Portugal, que acaban de ponerse por obra, parecen
hacer este momento favorable para someter esta cuestión á un arbitramento
internacional. Se ruega al Señor Lincoln proponga á Lord Salisbury que, con el
fin de obtener un arreglo, se celebre una conferencia oficiosa en Washington ó
en Londres entre los representantes de las tres potencias. En esta conferencia
la actitud de los Estados Unidos será únicamente la de amistad imparcial por
los dos litigantes…” (Mayo 6 de 1890.)
“…Se
desea, sin embargo, que Ud. haga cuanto sea compatible con nuestra actitud de
imparcial amistad para lograr un avenimiento entre los litigantes, por medio
del cual puedan averiguarse equitativamente los méritos de la controversia y
confirmarse en justicia los derechos de cada una de las partes. La actitud
neutral de este Gobierno no le permite expresar opinión sobre cuáles sean esos
derechos; pero tiene la seguridad de que la base movediza en que ha descansado
la cuestión de límites británicos por varios años es un obstáculo para poder
hacer una apreciación correcta de la naturaleza y los fundamentos de su
reclamación, que es lo único que puede autorizar para formar una opinión…”
En
el curso del mismo año de 1890 envió Venezuela á Londres un enviado especial á
procurar el restablecimiento de las relaciones diplomáticas con la Gran
Bretaña, por medio de los buenos oficios del Ministro de los Estados Unidos.
Pero esta misión no tuvo resultado, porque Venezuela siempre puso como
condición de dicho restablecimiento que se someter al arbitramento la disputa sobre límites. Desde
que cesaron las gestiones iniciadas por el Señor Michelena en 1893, Venezuela
ha llamado repetidas veces la atención de los Estados Unidos hacia la
controversia; ha insistido en la importancia que ella tiene para los Estados
Unidos como para Venezuela; ha manifestado que la cuestión se halla en estado
agudo - lo que hace imperativo el que los Estados Unidos tomen medidas precisas
- y no ha cesado de solicitar los servicios y el apoyo de los Estados Unidos
para alcanzar un arreglo definitivo. Estas gestiones no han sido vistas con
indiferencia, y nuestro Embajador en la Gran Bretaña ha recibido constantemente
órdenes de hacer uso de toda su influencia en el sentido de que se restablezcan
las relaciones diplomáticas entre la Gran Bretaña y Venezuela, y a favor del
arbitramento de la controversia sobre límites. El Secretario de Estado, en
comunicación dirigida el 13 de julio de 1894 al Señor Bayard, se expresó en los
siguientes términos:
“…Mueve al Presidente el deseo de que se obtenga un
arreglo pacífico y honorable de las dificultades que existen entre un Estado
americano y una poderosa nación transatlántica, y le complacería ver
restablecerse entre ellos relaciones diplomáticas que contribuyeran á este resultado.
“…No veo sino dos soluciones equitativas de la
presente controversia. Una es la determinación por arbitramento de los derechos
de los disputantes, como sucesores respectivos de los derechos de Holanda y de
España, sobre la región en cuestión. Otra es la creación de una nueva línea
limítrofe que esté de acuerdo con los dictados de la mutua conveniencia y
consideración. No habiendo podido hasta ahora los dos Gobiernos convenir en una
línea convencional, la firme y constante defensa que han hecho los Estados
Unidos é Inglaterra del principio de arbitramento, y de su apelación á él para
el arreglo de las cuestiones importantes que surjan entre ellos, hace que este
medio de llegar á un acuerdo sea especialmente á propósito en el presente caso,
y este Gobierno hará gustoso cuanto esté á su alcance para contribuir á una
determinación en este sentido…”
En comunicaciones posteriores dirigidas al Señor
Bayard, se le recomendó informarse de si la Gran Bretaña estaría dispuesta á
recibir un Ministro de Venezuela. En su mensaje anual, dirigido al Congreso el
3 de diciembre último, hizo uso el Presidente del lenguaje siguiente:
“…La frontera de la Guayana Británica permanece aún en
disputa entre la Gran Bretaña y Venezuela. Creyendo que su pronto arreglo,
sobre una base justa y honorable para ambas partes, está de acuerdo con la política que tenemos establecida, de apartar
de este hemisferio toda causa de desavenencia con las naciones allende al
océano, renovará los esfuerzos hechos hasta ahora por conseguir el restablecimiento
de las relaciones diplomáticas entre los litigantes, é inducirlos á someter la
cuestión á arbitramento; recurso que la Gran Bretaña favorece tan
conspicuamente en principio y respeta en la práctica, y que con tanto ahínco
solicita su más débil adversario…”
Y en 22 de febrero, por resolución de las Cámaras,
declaró el Congreso:
“…Que la indicación del Presidente…de que la Gran
Bretaña y Venezuela sometan á un arbitramento amistoso su disputa de límites,
sea calurosamente recomendada á la favorable consideración de las partes
interesadas...”
Las circunstancias importantes de la situación
existente, según resultan de la relación que precede, brevemente expuestas son:
1.
El título á un
territorio de extensión indefinida, pero que se reconoce ser muy vasta, está en
disputa entre la Gran Bretaña por una parte y la República Sud-Americana de
Venezuela por otra.
2.
La disparidad de
fuerza entre los reclamantes es tal, que Venezuela sólo puede esperar el
establecimiento de sus derechos por medio de métodos pacíficos - por medio de
un arreglo con su adversario, ya sea sobre el asunto mismo, ya sobre el
arbitramento.
3.
La controversia ha
existido por más de medio siglo, con variaciones de las pretensiones de la Gran
Bretaña; durante este tiempo, muchos vehementes y persistentes esfuerzos hechos
por Venezuela para establecer una frontera por convenio han quedado sin
resultado.
4.
Reconocida la
futilidad de los esfuerzos por obtener una línea convencional, Venezuela ha
solicitado y luchado durante un cuarto de siglo por el arbitramento.
5.
La Gran Bretaña,
sin embargo, siempre y constantemente ha rehusado el arbitramento, excepto con
la condición de que Venezuela renuncie á una gran parte de su reclamo, y le
conceda una gran porción del territorio disputado.
6.
Por la frecuente
interposición de sus buenos oficios, á solicitud de Venezuela; por su constante
insistencia en promover el restablecimiento de las relaciones diplomáticas
entre los dos países; por su instar al arbitramento de la disputada frontera;
por el ofrecimiento de sus servicios como árbitro; por la expresión de su grave
inquietud cada vez que ha sido informado de nuevos actos de agresión por parte
de Inglaterra en territorio venezolano, el Gobierno de los Estados Unidos ha
hecho patente á la Gran Bretaña, y al mundo, que esta es una controversia que
afecta su honor y sus intereses, y que no puede mirar con indiferencia la
continuación de ella.
Créese que la exactitud del análisis de la situación,
que antecede, es indiscutible. En él aparece dicha situación tal, que los que
están encargados de los intereses de los Estados Unidos se ven hoy obligados á
determinar con exactitud cuáles son esos intereses y qué conducta exigen. Los
obliga á resolver hasta qué punto pueden y deben los Estados Unidos intervenir
en una controversia, que existe entre la Gran Bretaña y Venezuela, y que sólo á
ellos concierne principalmente, y á decidir hasta qué punto están los Estados
Unidos obligados á cuidar de que la integridad del territorio venezolano no
sufra por las pretensiones de su poderosa antagonista. ¿Corresponde á los Estados Unidos tal derecho y tal deber?
Si no, los Estados Unidos han hecho ya todo, si no más que todo cuanto pudiera
justificarse por un interés puramente sentimental en los asuntos de ambos países,
y llevar más adelante su interposición sería indecoroso, y una falta de
dignidad que pudiera muy bien exponerlos á ser acusados de impertinente
entrometimiento en asuntos en que no tienen un verdadero interés. Por otra
parte, si tal derecho y deber existen, el ejercicio y cumplimiento de ellos no
permiten ninguna acción que no sea eficaz, y que, si el poder de los Estados
Unidos es adecuado, no dé por resultado la realización del objeto que se tiene
en mira. Planteada así la cuestión de principios y habida consideración á la
política nacional establecida, no parece ser de difícil solución. Mas las
graves consecuencias prácticas que dependen de su determinación exigen que se
la considere cuidadosamente y que se expongan con toda franqueza y amplitud los
fundamentos de las conclusiones á que se llegue.
Que hay circunstancias en las cuales una nación puede
interponerse con justicia en una controversia en la cual otras dos ó más
naciones distintas son partes directas é inmediatas, es canon admitido en
derecho internacional. La doctrina exprésase en términos más generales, y
quizás no sea susceptible de una exposición más precisa. Se ha declarado, en
sustancia, que una nación puede hacer uso de ese derecho siempre que lo que
haga ó se proponga hacer una de las partes principalmente interesadas sea una
amenaza directa á su propia integridad, tranquilidad ó bienestar. La justicia
de esta regla, cuando fe aplica de buena fe, no se discutirá en ninguna parte.
De otro lado, por consecuencia inevitable, aunque desgraciada, de su vasto
alcance, esta regla ha servido con frecuencia de capa á proyectos de atrevidos
despojos y engrandecimiento. Sin embargo, lo que ahora nos interesa no es tanto
la regla general, como una de sus formas, que es especial y distintamente
americana. En los solemnes consejos de su alocución de despedida. Washington
explícitamente advirtió á sus compatriotas que se guardaran de inmiscuirse en
la política y las controversias de las potencias europeas.
“…La Europa (dijo) posee un conjunto de intereses
primarios que tienen poca ó ninguna relación con nosotros. Por tanto, ha de
entrar en frecuentes controversias, cuyas causas son enteramente ajenas á
nuestros intereses. De aquí, pues, que fuera imprudencia en nosotros
complicarnos mediante lazos artificiales en las vicisitudes ordinarias de su
política, ó en las combinaciones y colisiones ordinarias de sus amistados ó
enemistades. Nuestra situación apartada y distante nos pone en capacidad de
observar una conducta diferente…”
Durante la administración del Presidente Monroe por
primera vez se estudió bajo todas sus fases esta doctrina de la Alocución de
despedida examinando todas sus consecuencias prácticas. La Alocución de
despedida, al paso que apartaba á la América del campo de la política europea, callaba
en lo que se refería al papel que debía permitírsele á Europa representar en
América. Sin duda se creyó que la última adición á la familia de las naciones
no debía apresurarse á establecer reglas para el gobierno de sus miembros más
antiguos, y que la oportunidad y conveniencia de notificar á las potencias de
Europa una política americana completa, propia y peculiar que las excluía de
toda intervención en los asuntos políticos de la América, podían muy bien
parecer dudosas á una generación que tenía aún fresca en la memoria la alianza
francesa, con sus múltiples ventajas, para la causa de la independencia
americana.
Pero veinte años más tarde había cambiado la
situación. La nación recién nacida había crecido considerablemente en poder y
recursos; había demostrado su fuerza por mar y por tierra, tanto en los
conflictos de la guerra como en las tareas de la paz; y había comenzado á
comprender la dominante posición que el carácter de sus habitantes, sus libres
instituciones y su alejamiento de la escena principal de las contiendas
europeas le daban á una en este continente. La administración Monroe no vaciló,
por consiguiente, en aceptar y aplicar la lógica de la Alocución de despedida,
declarando, en efecto, que la no intervención americana en los asuntos europeos
implicaba la no intervención europea en los asuntos americanos. Concibiendo
indudablemente que la completa no intervención europea en asuntos americanos
quedaría comprada á poca costa con la completa no intervención americana en
asuntos europeos, el Presidente Monroe empleó el siguiente lenguaje en su
célebre Mensaje del 2 de siembre de 1823:
“…Jamás hemos tomado parte, ni conviene á nuestra
política tomarla, en las guerras de las potencias europeas, por medios que á
ellas solas concierne. Sólo cuando vemos invadidos ó seriamente amenazados
nuestros derechos, sentimos las ofensas ó nos preparamos á la defensa. Con las
evoluciones de este hemisferio, estamos necesariamente más en relación, por
causas que deben ser patentes al observador ilustrado é imparcial. El sistema
político de las potencias aliadas es esencialmente diferente á este respecto
del de América. La diferencia proviene de la que existe en sus respectivos
gobiernos. Y á la defensa del nuestro, que ha sido establecido con pérdida de
tanta sangre y dinero, y formado por la sabiduría de sus más ilustrados
ciudadanos, y bajo el cual hemos gozado de tanta felicidad, está consagrada
toda esta nación. Debemos, por tanto, á la sinceridad y á las amistosas
relaciones que existen entre los Estados Unidos y aquellas potencias, el
declarar que consideraremos toda tentativa por su parte á fin de extender su
sistema á cualquiera porción de este hemisferio como peligrosa á nuestra paz y
felicidad…”
“…No hemos intervenido, ni intervendremos en las
colonias ó dependencias de potencias europeas, hoy existentes. Pero respecto de
los gobiernos que han declarado su independencia y la han sostenido, y cuya
independencia hemos reconocido después de madura consideración, y basados en
principios de justicia, no podemos mirar ninguna intervención por parte de
cualquier nación europea, sea con el fin de oprimirlas ó de dirigir de otra
manera sus destinos, sino como manifestación de una disposición poco amistosa
hacia los Estados Unidos. Nuestra política respecto de Europa, adoptada desde
el principio de las guerras que han perturbado por tan largo tiempo aquella
parte del globo, permanece sin embargo la misma, esto es, no intervenir en los
asuntos internos de ninguna de sus potencias; considerar como legítimo para
nosotros el gobierno de facto;
cultivar relaciones amistosas con él y conservar esas relaciones por medio de
una política franca, firme y viril, acatando en todo caso las pretensiones
legítimas de cada potencia, sin someternos a las ofensas de ninguna. Pero en
cuanto á estos continentes, las circunstancias son eminente y notoriamente
distintas. Es imposible que las potencias aliadas extiendan su sistema político
á cualquiera parte de uno de ellos, sin que se ponga en peligro nuestra paz y
nuestra felicidad; ni tampoco puede nadie creer que nuestros hermanos del Sur,
dejados á su libre albedrío, lo adoptarían espontáneamente. Es asimismo
imposible, por tanto, que nosotros miremos con indiferencia semejante
intervención, sea cual fuere su forma...”
No se contentó, sin embargo, la administración de
Monroe con formular una regla correcta para dirigir las relaciones entre Europa
y la América. Su objeto fue también asegurar los beneficios prácticos que
debían resultar de la aplicación de la regla. De aquí que el mensaje, que se acaba
de citar, declarara que los continentes americanos se hallaban completamente
ocupados, y no estaban sujetos á la colonización futura de las potencias
europeas. A este espíritu y propósito hay que atribuir también los pasajes del
mismo mensaje, que tratan como un acto de enemistad para con los Estados Unidos
cualquiera violación de la regla contra la intervención de las potencias
europeas en los negocios de América. Se comprendió que era inútil establecer
semejante regla, á no ser que su observancia pudiera hacerse efectiva. Era
evidente que la única potencia capaz de obligar á ella en este hemisferio eran
los Estados Unidos. Por tanto se declaró valerosamente, no sólo que Europa no
debía intervenir en los asuntos americanos, sino que toda potencia europea que
lo hiciera sería considerada como obrando contra los intereses de los Estados
Unidos y provocando su oposición.
Que la América no está en ninguna parte abierta á
colonización, eso se ha concedido universalmente hace tiempo, bien que, cuando
por la primera vez se sentó esta proposición, no fue admitida así. Por tanto,
nos importa hoy tratar solamente de aquella otra aplicación práctica de la
doctrina de Monroe, cuyo desconocimiento, por parte de una potencia europea,
debe ser considerado como un acto de enemistad hacia los Estados Unidos. No
pueden concebirse con demasiada claridad el fin exacto y las limitaciones de
esta regla. Ella no establece un protectorado general de los Estados Unidos
sobre los demás estados americanos.
No releva á ningún estado americano de las
obligaciones que le impone el derecho internacional, ni impide que ninguna
potencia europea directamente interesada lo obligue al cumplimiento de
semejantes obligaciones, ó les inflija el castigo merecido por la falta de su
cumplimiento. No se propone intervenir en los asuntos internos de ningún estado
americano ni en sus relaciones con otros estados americanos no justifica
ninguna tentativa, por parte nuestra, dirigida á cambiar la forma de gobierno
establecida de ningún estado americano, ó impedir que le pueblo de ese estado
cambie dicha forma de gobierno, según le agrade ó le convenga. La regla en
cuestión tiene un solo fin, un solo objeto. Es que ninguna potencia europea, ó
ninguna combinación de potencias europeas prive por la fuerza, á ningún estado
americano, del derecho y de la facultad de gobernarse á sí mismo, y de dar por
sí mismo forma á su propio destino político.
Que la regla así definida ha sido aceptada por el
derecho público de este país, desde que fue promulgada, no puede negarse con
justicia. Su promulgación por la administración de Monroe, precisamente en
aquella época, fue debida sin duda á la inspiración de la Gran Bretaña, quien
en el acto le dio su aprobación franca é incondicional, que no ha sido jamás
retirada. Pero la regla se resolvió y formuló por la administración de Monroe, como
una doctrina distintamente americana, de gran importancia para la seguridad y
prosperidad de los Estados Unidos, después de la más atenta consideración por
parte de un Gabinete que contaba en su seno á un John Quincy Adams, un Calhoun,
un Crawford y un Wirt, y que antes de proceder llamó en consulta á Jefferson y
á Madison. Su promulgación fue recibida con aplauso por todo el pueblo de la
nación, sin reparar en partidos. Tres años después declaraba Webster que la
doctrina encerraba el honor de la nación. “La miro,” dijo, “como parte de los
tesoros de su reputación, y por lo que á mí hace, tengo la intención de
observarla,” y añadió:
“…Considero el mensaje de diciembre de 1823 como una
página brillante de nuestra historia. No ayudará á borrarla, ni á arrancarla,
ni por ningún acto mío será empeñada ó manchada. Hizo honor á la sagacidad del
Gobierno y no disminuiré ese honor…”
Aunque la regla encomiada por Webster en términos tan
favorables no ha sido nunca formalmente aprobada por el Congreso, la Cámara de
Representantes en 1864 se declaró contra la monarquía mexicana, que trataban de
establecer los franceses, por no estar de acuerdo con la política de los
Estados Unidos, y en 1889 manifestó el Senado que desaprobaba la participación
de cualquier potencia europea en el canal á través del istmo de Darién, ó
Centro América. Es evidente que, si una regla ha sido franca y uniformemente
proclamada y observada por el Ejecutivo del Gobierno durante más de setenta
años, sin haber sido expresamente repudiada por el Congreso, hay que presumir
de una manera concluyente que ha recibido su sanción.
La verdad pura es que todas las administraciones,
desde la del Presidente Monroe, han tenido ocasión, y algunas veces más de una,
de estudiar y considerar la doctrina Monroe, y en todo caso la han refrendado
de la manera más enfática. Los Presidente han insistido en ella en sus mensajes
del Congreso y los Secretarios de Estado la han hecho una y otra vez tema de
representaciones diplomáticas. Y si se buscan los resultados prácticos de la
regla, se hallará que éstos no han sido escasos ni obscuros. Su efecto primero
é inmediato fue en verdad importantísimo y de grande alcance. Fue factor
dominante en la emancipación de la América del Sur, y á ella deben en gran
parte su existencia los Estados independientes en que está hoy dividida aquella
región. Después el suceso más notable que se debe á esa regla es la
desocupación de México por los franceses al terminar la guerra civil. Pero
también le debemos las cláusulas del tratado Clayton-Bulwer, que al par declaró
neutral todo canal inter-oceánico á través de Centro-América y excluyó
expresamente á la Gran Bretaña del derecho de ocupar ninguna parte de la
América Central ó ejercer jurisdicción sobre ella. Ha sido aplicado á Cuba en
el concepto de que, al mismo tiempo que se respetaría la soberanía de España,
se impediría que la isla fuese ocupada por otra potencia europea. Ha influido
en el abandono de toda idea de protectorado de la Gran Bretaña sobre la Costa
de Mosquitos.
El Presidente Polk, en el caso de Yucatán y de la
proyectada cesión voluntaria de aquel país á la Gran Bretaña ó á España, se
apoyó, aunque quizás erradamente, en la doctrina de Monroe, al declarar en mensaje
especial sobre el asunto al Congreso que los Estados Unidos no podían consentir
en semejante cesión. Sin embargo, en sentido algo semejante afirmó el
Secretario Fisk, en 1870, que el Presidente Grant no había hecho más que
conformarse con “…la enseñanza de toda nuestra historia…” cuando declaró en su
mensaje anual de aquel año que las dependencias entonces existentes no se
consideraban ya como susceptibles de ser cedidas por una potencia europea á
otra, y que al cesar su presente relación de colonias se harían poderes
independientes. Otra manifestación de la regla, aunque en apariencia no la
requiere necesariamente su letra ó su espíritu, se encuentra en la oposición al
arbitramento de controversias sud-americanas por una potencia europea. Las
cuestiones americanas, se ha dicho, deben ser resueltas por los americanos, y
por esta razón los Estados Unidos llegaron hasta negarse á mediar entre Chile y
el Perú en unión de la Gran Bretaña y Francia. Finalmente, entre otras razones
porque la autoridad de la doctrina Monroe y el prestigio de los Estados Unidos
como su expositor y garante sufrirían grave perjuicio, se opuso enérgicamente
el Secretario Bayard á que fuera apoyada la reclamación Pelletier contra Haití.
“…Los Estados
Unidos (dijo) se han proclamado protectores de este mundo occidental, en el
cual son ellos, con mucho, la más fuerte potencia, contra la intrusión de las
soberanías europeas. Ellos pueden señalar con orgullosa satisfacción el hecho
de haber declarado eficazmente, y repetidas veces, que muy serias habrían de
ser en verdad las consecuencias, si un pie hostil europeo pisara, sin justa
causa, los Estados del Nuevo Mundo que se han emancipado del dominio de la
Europa. Han proclamado que sostendrían, como les corresponde, los derechos territoriales
de los más débiles de aquellos Estados, considerándolos no solamente desde el
punto de vista legal, como iguales á las más grandes naciones, sino, en vista
de su política distintiva, con derecho á ser considerados por ellos como objeto
de su especial y benévolo cuidado. Me creo en el deber de decir que, si
sancionáramos por vía de represalias en Haití la cruel invasión de su
territorio y el insulto á su soberanía revelados por los hechos que tenemos á
la vista; así aprobáramos esa invasión con un solemne acto ejecutivo y con el
asentimiento del Congreso, nos sería difícil sostener más tarde que los
derechos del Nuevo Mundo, de que somos especiales guardianes, no habían sido
jamás invadidos por nosotros mismos…”
La enumeración que antecede no sólo prueba los
numerosos casos en que se ha confirmado y aplicado la regla en cuestión, sino
que también demuestra que la controversia venezolana sobre límites está
comprendida, desde cualquier punto de vista que se la mire, dentro de la
intención y el espíritu de la regla, tal como esta ha sido uniformemente
aceptada y observada. Una doctrina de derecho público americano, por tanto
tiempo y tan firmemente establecida y sostenida, no puede ser desconocida
fácilmente, en un caso en que es justamente aplicable, aun cuando las
consideraciones sobre que se funda fueran obscuras ó cuestionables. No puede,
sin embargo, presentarse tal objeción á la doctrina de Monroe, comprendida y
definida de la manera que lo ha sido ya. Ella descansa, por el contrario, sobre
hechos y principios tan inteligibles como incontrovertibles. No puede negarse
que la distancia, y tres mil millas de océano que los separan, hacen una unión
política permanente entre un estado europeo y uno americano, no sólo contraria
á la naturaleza, sino impropia. Pero las consideraciones físicas y geográficas
son las objeciones menos importantes á semejante unión. Europa, como lo dijo
Washington, tiene un conjunto de intereses primarios que le son peculiares. La
América no tiene parte ellos, y no debe ser molestada ni complicada en ellos.
Todas las grandes potencias europeas, por ejemplo, tienen hoy enormes ejércitos
y flotas para defenderse y protegerse entre sí. ¿Qué tienen que ver los Estados
de la América con ese estado de cosas, y por qué han de empobrecerse con
guerras ó preparativos de guerras, en cuyas causas ó resultados no pueden tener
ningún interés directo? Si la Europa entera volara súbitamente á las armas, con
motivo de la suerte de Turquía ¿no sería absurdo que un Estado americano
cualquiera se encontrara intrincadamente envuelto en las miserias y cargas de
la contienda? Si se encontrara, resultaría de allí una sociedad que sufriría en
el costo y las pérdidas de la lucha, pero no en los beneficios que resultaran
de ella.
Cuanto es cierto de los intereses materiales, no lo es
menos de lo que pudiera llamarse los intereses morales que se hallan
comprometidos. Los que pertenecen á Europa le son peculiares á ella, y son
enteramente distintos de los que pertenecen y son peculiares á la América.
Europa, como conjunto, es monárquica, y con la única importante excepción de la
República de Francia, está entregada á los principios monárquicos. La América,
por otra parte, está consagrada á un principio directamente contrario - á la
idea de que todo pueblo tiene el derecho inalienable de gobernarse á sí mismo -
y en los Estados Unidos de América ha presentado al mundo el ejemplo y la
prueba más notables y concluyentes de la excelencia de las instituciones
libres, ya desde el punto de vista de la grandeza nacional, ya desde el de la
felicidad individual. No es, sin embargo, necesario extenderse en esta fase del
asunto - ya hayan de considerarse los intereses morales ó los materiales, no puede
menos de admitirse universalmente que los de Europa son irreconciliablemente
distintos de los de América, y que todo dominio europeo en esta última es
necesariamente incongruo y perjudicial. Si, empero, por las razones ya
sentadas, sería de lamentarse la intrusión forzosa de las potencias europeas en
la política americana - y si como fuera de lamentare, hubiera que resistirla é
impedirla - esa resistencia é impedimento deberían venir de los Estados Unidos.
De ellos vendrían desde luego, si se les convirtiera en el punto del ataque.
Pero, si llegan á venir, deberán también venir de los Estados Unidos cuando se
ataca cualquier otro Estado americano. Pues sólo los Estados Unidos tienen la
fuerza adecuada á las exigencias.
¿Es cierto, pues, que la seguridad y la prosperidad de
los Estados Unidos están de tal modo interesados en el mantenimiento de la
independencia de todos los Estados americanos, contra cualquiera potencia
europea, que se requiera y justifique la intervención de los Estados Unidos,
siempre que esa independencia se vea amenazada? Esta pregunta sólo puede
contestarse ingenuamente de una manera. Los Estados de la América del Norte y
del Sur, por su proximidad geográfica, por simpatía natural, por la semejanza
de sus constituciones gubernamentales, son amigos y aliados, comercial y
políticamente, de los Estados Unidos. Permitir que cualquiera de ellos sea
subyugado por una potencia europea es trocar por completo la situación, y
significa la pérdida de todas las ventajas consiguientes á sus naturales
relaciones con nosotros. Pero no es esto todo. El pueblo de los Estados Unidos
tiene un interés vital en la causa del gobierno del pueblo por sí mismo. Ha
asegurado este derecho para sí y su posteridad, á costa de mucha sangre y
dinero. Lo ha ejercido y ha demostrado su benéfica acción por medio de una
carrera sin ejemplo en cuanto se refiere á la grandeza nacional y á la
felicidad individual. Cree que posee la virtud de sanar á las naciones y que la
civilización debe avanzar ó retroceder á medida que se extienda ó estreche su
supremacía. Imbuído en estos sentimientos, no sería quizá imposible que el
pueblo de los Estados Unidos se viese impelido á una activa propaganda a favor
de una causa tan estimada para el mismo y para el género humano. Pero el tiempo
de las Cruzadas ha pasado, y él se contenta con proclamar y defender el derecho
del gobierno del pueblo por sí mismo, como lo requieren su propia seguridad y
prosperidad. Bajo ese aspecto, sobre todo, cree que no debe tolerarse á ninguna
potencia europea que asuma por la fuerza el dominio político de un Estado
americano.
Los perjuicios que han de temerse por este motivo no
son menos verdaderos, porque no sean de inminencia inmediata en un caso
especial, ni debemos precavernos menos contra ellos porque no pueda predecirse
la combinación de circunstancias que los acarreen. Los Estados civilizados del
mundo cristiano se tratan entre sí en realidad según los mismos principios que
gobiernan la conducta de los individuos. Mientras mayor sea su ilustración, más
claramente conoce un Estado que sus intereses permanentes requieren que se gobierne
por los inmutables principios del derecho y la justicia. Todos ellos, empero,
están expuestos á sucumbir á las tentaciones que les presentan oportunidades,
en apariencia especiales, para engrandecerse, y todos ellos pondrían
temerariamente en peligro su propia seguridad, si no recordaran que para
conservar la consideración y el respeto de los demás Estados, deben contar en
gran parte con su propia fuerza y poder. Hoy por hoy, son los Estados Unidos,
prácticamente, soberanos en este continente, y su fiat es ley en los asuntos á los cuales limita su intervención.
¿Por qué? No por la mera amistad ó la buena voluntad que se sienta por ellos.
No simplemente á causa de su elevado carácter como Estado civilizado, ni porque
la prudencia y la justicia y la equidad sean los rasgos característicos
invariables de la conducta de los Estados Unidos. Es porque, además de todas
estas razones, sus infinitos recursos, combinados con su posición aislada, los
hacen dueños de la situación y prácticamente invulnerables por parte de las
demás potencias.
Todas las ventajas de esta superioridad corren peligro
desde el momento que se admite el principio de que las potencias europeas
pueden convertir á los Estados americanos en colonias ó provincias suyas. De
tal principio se aprovecharían con ansia, y las potencias que así lo hicieran
adquirirían inmediatamente una base de operaciones contra nosotros. Lo que se
permitiera á una de ella no podría negarse á otra, y no sería inconcebible el
que la lucha que tiene actualmente lugar para la adquisición del Africa, fuese
trasportada á la América del Sur. Si lo fuera, los países más débiles serían
incuestionablemente absorbidos, y el resultado final podría ser la partición de
toda la América del Sur entre las varias potencias europeas. Las desastrosas
consecuencias de semejante estado de cosas para los Estados Unidos son obvias.
La pérdida de prestigio, de autoridad y de peso en los consejos de la familia
de las naciones, sería la menor de ellas, nuestros únicos verdaderos rivales en
la paz, así como enemigos en la guerra, se encontraría á nuestras mismas
puertas. Hasta ahora, lo dice nuestra historia, hemos evitado las cargas y
males de un inmenso ejército permanente y todos los demás accesorios de enormes
establecimientos de guerra, y esta exención ha contribuido en alto grado á
nuestra grandeza y riqueza nacionales, así como á la felicidad de todos los
ciudadanos. Pero con las potencias de Europa acampadas permanentemente en el
suelo americano, no podría esperarse la continuación del estado ideal de que
hemos gozado hasta ahora. Nosotros también tendríamos que armarnos hasta los
dientes; nosotros también tendríamos que convertir la flor de nuestra población
masculina en soldados y marineros, y apartándolos de sus varias ocupaciones en
la industria pacífica, tendríamos, prácticamente, que aniquilar también una
gran parte de la energía productora de la nación.
Difícil es ver cómo podría caer sobre nosotros mayor
calamidad que ésta. No pueden bastar á calmar nuestros justos temores los
halagos de la amistad de las potencias europeas - de su buena voluntad hacia
nosotros - de su disposición, si fueran nuestros vecinos, á vivir con nosotros
en paz y armonía. El pueblo de los Estados Unidos ha aprendido en la escuela de
la experiencia hasta qué punto las relaciones de los estados entre sí dependen,
no de los sentimientos ni de los principios, sino del interés egoísta. El no
olvidará muy pronto que, en la hora del conflicto, fueron agravadas sus
ansiedades y penas por la posibilidad de demostraciones contra su vida
nacional, por parte de potencias con las cuales había mantenido las más
armoniosas relaciones. Todavía tiene presente que Francia se aprovechó de la
aparente oportunidad de nuestra guerra civil para establecer una monarquía en
el vecino estado del México. Comprende que, si Francia y la Gran Bretaña
hubieran tenido importantes posesiones que explotar y aprovechar en la América
del Sur, la tentación de destruir el predominio de la Gran República en este
hemisferio, procurando su desmembramiento, habría sido irresistible. De ese
grave peligro se ha salvado en el pasado, y puede salvarse otra vez en el
porvenir, mediante la acción de la segura pero silenciosa fuerza de la doctrina
proclamada por el Presidente Monroe. Por otra parte, abandonar ésta,
menospreciando la lógica de la situación y los hechos de nuestra pasada
experiencia, sería renunciar á una política que ha resultado ser fácil defensa
contra las agresiones extranjeras y fuente fecunda de progreso y prosperidad
internos.
Hay, pues, una doctrina de derecho público americano,
bien fundada en principio y abundantemente sancionada por los precedentes, que
da derecho á los Estados Unidos y les obliga á tratar como una injuria hecha á
ellos, la forzosa apropiación por una potencia europea del dominio político
sobre un estado americano. La aplicación de la doctrina á la disputa de límites
entre la Gran Bretaña y Venezuela queda por hacerse, y no presenta dificultades
verdaderas. Aunque la disputa se refiere á una línea limítrofe, sin embargo,
como es entre estados, significa necesariamente que el dominio político perdido
por una de las partes lo gana la otra. Además, el dominio político que está en
juego es de suma importancia, pues se refiere á un territorio de gran extensión
- la reclamación británica, como se recordará, se ensanchó, el parecer, en dos
años, como unas 33,000 millas cuadradas - y si comprende también directamente
el dominio de la boca del Orinoco, es de inmensa consecuencia para toda la
navegación fluvial del interior de la América del Sur. Se ha insinuado, en
verdad, que con respecto á estas posesiones sud-americanas, la Gran Bretaña
misma es un estado americano como cualquier otro, de manera que una
controversia entre ella y Venezuela debe arreglarse entre las dos, como si fuera
entre Venezuela y el Brasil, ó entre Venezuela y Colombia, y no exige ni
justifica la intervención de los Estados Unidos. Si este modo de pensar es
sostenible, la consecuencia lógica es clara.
La Gran Bretaña, como Estado sud-americano, debe
diferenciarse enteramente de la Gran Bretaña en general, y si la cuestión de
límites no puede arreglarse de otro modo que por la fuerza, deberá dejarse á la
Guayana Británica que lo arregle con sus propios recursos independientemente, y
no con los del imperio británico - arreglo al cual quizás Venezuela no se
opondría. Pero la proposición de que una potencia europea, con una dependencia
americana, ha de clasificarse, para los fines de la doctrina de Monroe, no como
Estado europeo, sino americano, no admite discusión. Si se la adoptara, la
doctrina de Monroe perdería enteramente su valor y no valdría la pena
sostenerla. No solamente todas las potencias que tuvieran hoy una colonia
sud-americana podrían extender indefinidamente sus posesiones en este
continente, sino que cualquier otra potencia europea podría hacer la misma
cosa, con sólo tomarse el trabajo del obtener una fracción del suelo
sud-americano por cesión voluntaria.
La declaración del mensaje de Monroe-que los Estados
Unidos no intervendrían en las colonias ó dependencias existentes de una
potencia europea-se refiere á las colonias ó dependencias que á la sazón
existían, con los límites que entonces tenían. De este modo se ha interpretado
invariablemente, y así debe seguirse interpretando, á menos que se la quiera
privar de toda su fuerza vital. La Gran Bretaña no puede ser considerada como
Estado sud-americano, dentro de los límites de la doctrina de Monroe, ni
tampoco, si se está apoderando de un territorio venezolano, es de importancia
material el hecho de que lo haga avanzando la frontera de una colonia antigua,
en lugar de hacerlo fundando una nueva colonia. La diferencia es cuestión de
forma y no de substancia, y si la
doctrina es aplicable en un caso debe también serlo en el otro. No se admite,
sin embargo, y por tanto no puede presumirse que la Gran Bretaña esté usurpando
efectivamente dominio en el territorio venezolano. Al mismo tiempo que Venezuela acusa la usurpación, la Gran Bretaña la
niega, y los Estados Unidos no pueden tomar parte por ninguna de las dos,
hasta que los méritos de la cuestión no se hayan acertado con autoridad. Pero si esto es
cierto - si los Estados Unidos no pueden, en las actuales circunstancias al
menos, asumir la responsabilidad de decidir cuál de las dos partes tiene la razón
y cuál no la tiene – si están, ciertamente, en su derecho exigiendo que se
indague la verdad. Como tiene el derecho de resentirse de cualquiera secuestro
del territorio venezolano por parte de la Gran Bretaña y de oponerse á él, así
también tiene necesariamente el de averiguar si semejante secuestro ha ocurrido
ya ó se está verificando actualmente. De otro modo, si los Estados Unidos no
tienen el derecho de saber y de hacer determinar si hay ó no hay agresión
británica en el territorio venezolano, no debe tomarse en consideración su
derecho á protestar contra dicha agresión, ó á repelerla.
El derecho de proceder en un caso cuya existencia no
se tiene el derecho de indagar, es simplemente ilusorio. Siendo claro, por
tanto, que los Estados Unidos pueden legítimamente insistir en que se
determinen los méritos de la cuestión de límites, es igualmente claro que no
hay sino un medio posible de determinarlos, á saber, el arbitramento pacífico. Lo
impracticable de un arreglo convencional ha sido frecuente y completamente
demostrado. Aun más imposible de considerar es el recurso á las armas - modo de
arreglar las pretensiones internacionales que por desgracia no está aún
completamente anticuado. Aunque no fuera condenable como reliquia del
barbarismo, y como un crimen en sí misma, una contienda tan desigual no podría
ser provocada, ni aun siguiera aceptada por la Gran Bretaña, sin evidente
desdoro de su carácter de nación civilizada. La Gran Bretaña, sin embargo, no
forma tal actitud. Por el contrario, admite que hay controversia y que debe
recurrirse al arbitramento para dirimirla. Pero, si hasta allí su actitud nada
deja que desear, el efecto práctico de ésta queda completamente anulado por su
insistencia en que el arbitramento se refiera solamente á una parte de la
controversia - que, como condición para arbitrar su derecho á una parte del
territorio disputado, le sea cedido el resto. Si fuera posible señalar un
límite en que ambas partes hubieran alguna vez convenido, ó que explícita ó
tácitamente hubieran alguna vez considerado, como tal exigencia de que el
territorio concedido por dicha línea á la Guayana Británica no se considerara
como en disputa, podría descansar sobre una base razonable. Pero no hay tal
línea. Nunca se ha admitido que perteneciera á la Gran Bretaña el territorio
que ella insiste en que se le ceda como condición para someter á arbitraje su
derecho á otro que siempre ha sido reclamado por Venezuela, invariablemente.
¿En virtud de qué principio - excepto el de su
debilidad como nación - ha de negarse á ésta el derecho de que su reclamación
sea oída y juzgada por un tribunal imparcial? No hay razón, ni sombra de razón
aparente en todo el voluminoso expediente del asunto. “…Esto debe ser así
porque yo quiero que así sea,…” parece ser la única justificación que presenta
la Gran Bretaña. Se ha insinuado, á la verdad, que la reclamación británica
respecto de ese territorio especial está fundada en una ocupación, que aceptada
ó no, se ha convertido en título perfecto por su larga continuación. Pero, ¿qué
prescripción, que afecte derechos territoriales puede decirse que existe entre
Estados soberanos? O si la hay, ¿cuál es la consecuencia legítima? No es que se
deba negar todo arbitramento, sino solamente que el sometimiento á él debe
abrazar un objeto adicional, á saber, la validez del título prescriptivo que se
afirma, ya desde el punto de vista legal, ya desde el de los hechos. No conduce
á resultados diferentes la alegación de que, en principio, no puede exigirse á
la Gran Bretaña que someta, ni debe ella someter á arbitramento sus derechos
políticos y soberanos de carácter territorial. Aplicada á la totalidad ó á una
parte vital de las posesiones de un Estado soberano, no puede controvertirse
esa alegación. Sostener otra cosa, equivaldría á sostener que un Estado
soberano está en la obligación de arbitrar su propia existencia.
Pero la Gran Bretaña misma ha demostrado en varios
casos que ese principio no es pertinente cuando los intereses ó el área
territorial que se hallan comprometidos no son de magnitud predominante, y la
pérdida de ellos, por resultado de un arbitramento, no afecta de una manera
apreciable su honor ó su poder. Así es que ella ha sometido á arbitraje la
extensión de sus posesiones coloniales con los Estados Unidos dos veces, dos
veces con Portugal, y una vez con Alemania, y quizás en otros casos. El
arbitramento entre ella y este país del límite acuático del Noroeste en 1872,
es un ejemplo á propósito, que demuestra bien, tanto los efectos del uso y la
posesión continuados por largo tiempo, como el hecho de que una potencia
verdaderamente grande no sacrifica su prestigio ni su dignidad, volviendo á
considerar aun la más enérgica repulsa de una proposición, cuando se ha
convencido de la justicia evidente é intrínseca de la causa. Por el fallo del
Emperador de Alemania, que fue el árbitro en el caso dicho los Estados Unidos
adquirieron á San Juan y un número de islas más pequeñas cerca de la costa de
Vancouver, como consecuencia de la decisión de que la frase “…el canal que
separa el continente de la isla de Vancouver…,” empleada en el tratado de
Washington de 1846, significaba el canal de Haro y no el canal del Rosario. Sin
embargo, uno de los principales alegatos de la Gran Bretaña ante el árbitro fue
que la equidad exigía una sentencia en su favor, porque si fuera a favor de los
Estados Unidos, privaría á los súbditos británicos de los derechos de
navegación de que habían gozado desde la época en que se había explorado y
deslindado el estrecho del Rosario en 1798. Así, aunque en virtud del fallo
adquirieron los Estados Unidos á San Juan y las otras islas del grupo á que
éste pertenece, el Secretario de Relaciones Exteriores británico había dado en
1859 las siguientes instrucciones al Ministro británico en Washington:
“…El Gobierno de Su Majestad debe, por tanto, sostener
en todo caso el derecho de la Corona británica á la isla de San Juan. Los
intereses que están en juego, relativo á la retención de aquella isla son
demasiado importantes para admitir una transacción, y V. S. tendrá presente,
por consiguiente, que cualquiera que sea el arreglo final que se haga respecto
de la línea limítrofe, el Gobierno de Su Majestad no aceptará ninguno que no
disponga que la isla de San Juan queda reservada á la Corona británica…”
Como ya se ha insinuado, pues, la exigencia británica
de que su derecho á una porción del territorio disputado sea reconocido antes
de consentir en el arbitramento del resto, parece descansar únicamente en su
propio ipse dixit. Ella dice á
Venezuela en substancia: “…Tú no puedes obtener por la fuerza nada del terreno
en disputa, porque no eres bastante fuerte; no puedes obtener nada por tratado,
porque yo no me avendré contigo, y puedes tener la suerte de conseguir una
parte por arbitramento, sólo si convienes en abandonarme otra parte que yo
designe…” No se comprende cómo pueda defenderse semejante actitud, ni como
puede conciliarse con el amor de la justicia y de la equidad que son uno de los
rasgos característicos prominentes de la raza ingles. En efecto, ella priva á
Venezuela del ejercicio de su libre voluntad y virtualmente la violenta. El
territorio adquirido por ese medio será arrebatado por la fuerza, como si fuera
ocupado por tropas británicas ó cubierto por flotas británicas. Parece, por
tanto, enteramente imposible que los Estados Unidos asientan á semejante
actitud de la Gran Bretaña, ó que si se adhieren á ella, y de ahí resulta el
ensanche de los límites de la Guayana Británica, deje de considerarse esto, en
substancia, como equivalente á una invasión y conquista del territorio
venezolano.
En tales circunstancias, le parece al Presidente que
su deber es claro é imperioso. Siendo la afirmación del título de la Gran
Bretaña al territorio disputado, y su negativa á permitir que se examine ese
derecho, equivalente en substancia á apropiarse el territorio, no protestar ni
advertirle que tal proceder tendría que estimarse como perjudicial á los
intereses del pueblo de los Estados Unidos, y en sí mismo opresivo, sería desconocer
la política establecida, á que se hallan íntimamente ligados el honor y la
prosperidad de este país. Aunque corresponde á otro ramo del Gobierno
determinar las medidas necesarias ó convenientes á la vindicación de dicha
política, es claro que al Ejecutivo toca el no dejar por hacer nada que tienda
á evitar la necesidad de esa determinación.
Por consiguiente, se ordena á Ud. que explique las
ideas anteriores á Lord Salisbury, leyéndole esta comunicación y dejándole una
copia de ella si la deseare, y les de más peso con las consideraciones
pertinentes que indudablemente se le ocurrirán á Ud. esas ideas exigen una
decisión definitiva sobre el punto de si la Gran Bretaña consiente ó no en
someter á un arbitramento imparcial la cuestión de límites venezolanos en su
totalidad. El Presidente espera sinceramente que la conclusión sea por el
arbitramento, y que la Gran Bretaña añada uno más á los conspícuos precedentes
que ha establecido ya a favor de esa juiciosa y justa manera de arreglar las
disputas internacionales. Sin embargo, si su esperanza lo engañare - resultado
que no es de preverse y que á su juicio sólo serviría para embarazar en gran
manera las relaciones futuras entre este país y la Gran Bretaña-desearía ser
informado de ello con tiempo, para poder someter todo el asunto al Congreso en
su próximo mensaje anual.
Soy de Ud., obediente servidor.
RICHARD OLNEY.
Departamento de estado.-No.806.
WASHINGTON, D. A., 24 de Julio de 1895.
El Señor Adee al
Señor Bayard.
Excelentísimo Señor Thomas F. Bayard, etc., etc.,
etc., Londres
Señor:
En las instrucciones del Señor Olney, No. 804, de 20
del corriente mes, relativas á la disputa anglo - venezolana sobre límites,
notará Ud. una referencia al súbito acrecentamiento del área que se reclama
para la Guayana Británica, que alcanza á 33,000 millas cuadradas entre 1884 y
1886. Ésta declaración se funda en la autoridad de la publicación británica
titulada “The Statesman’s Year Book.”
Para que esté Ud. mejor informado añadiré que igual
declaración corre inserta en la Lista del Departamento Colonial británico, que
es una publicación del gobierno.
En la edición de 1885 ocurre el siguiente pasaje, en
la página 24, bajo el título de Guayana Británica:
“…Es imposible especificar la superficie exacta de la
colonia, pues sus límites precisos con Venezuela y el Brasil respectivamente
está indeterminados; pero se ha computado en 76,000 millas cuadradas…”
En la edición de 1886 de la misma lista ocurre la
misma declaración, en la página 33, elevando la superficie “…más ó menos á
109,000 millas cuadradas…”
Los mapas oficiales, contenidos en los dos volúmenes
mencionados son idénticos, así es que el aumento de 33,000 millas cuadradas que
se reclama para la Guayana Británica no se explica por ellos; pero los mapas
posteriores de la Lista del Departamento Colonial británico demuestran un
avance variable del límite hacia el oeste, en la parte que antes figuraba como
territorio venezolano, mientras que no se nota cambio alguno en la frontera del
Brasil.
Soy de Ud. obediente servidor.
Alvey E. Adee,
Secretario Interino.